viernes, 15 de enero de 2010

AYUDA Y ESPERANZA

Tenemos siempre nuestra voz, aunque en estos momentos, los gritos queden ahogados en la distancia. Allí donde amanece cada día con el recuerdo de ese minuto trágico, tremendo, como un espíritu maldito que arrastró sin piedad la tierra de los pobres. Las preguntas, la incertidumbre y el silencio después del terremoto cubren como un manto la inocencia de las víctimas. Sin asistencia, por que ni antes del desastre la tenían, por eso no podía haber primero auxilios, por que la miseria no permite prevención para algo peor. Como se podía pensar. La catástrofe de Puerto Príncipe queda lejos de nuestros hogares, pero las cámaras nos acercan la más triste y dura realidad, dejándonos destrozado el corazón, helado, mudo, con el aliento justo para pedir a Dios por todos ellos, y rogar como testigos del dolor y el sufrimiento de tantos seres, que la asistencia internacional no tarde más de lo imprescindible. Fue por la erupción de un volcán, en Colombia, en una zona de Bogotá, en el pueblo de Armero. Ocurrió en el mes de noviembre de 1985. Una niña de 13 años, llamada Omayra Sánchez, permanecía atrapada dentro de un gran charco, entre barro y escombros. Recuerdo la impotencia que sentí cuando escuché en los informativos que se había descartado intentar sacarla de allí, porque su rescate suponía su muerte. Los científicos habían avisado del peligro del volcán asesino, pero no se prepararon planes de evacuación necesarios ni se hizo ningún caso por parte del gobierno... Con su pequeño cuerpo aprisionado hasta la cintura, la recuerdo agarrada a un tronco, mirando hacía arriba desde donde una cámara de televisión filmaba su tragedia. Su vida y su muerte se daban la mano, y ella lo sabía. Solo 13 años y Omayra tuvo que aprender a morir. No podré olvidar nunca los ojos de ese pequeño ángel, y seguramente quedaran para siempre en la memoria de mucha gente. Miraban al mundo, perdidos, con la esperanza vencida, con la pregunta helada que no sabía responder, con el corazón abierto descubriendo que ya no quedaba más fortuna que morir. Y, cargada de dolor, agotada de resistir, no solo su mirada atravesaba el cristal de nuestros televisores, sino su asombrosa resignación, su falta de llanto, su entereza en aquellos momentos transmitía toda la sabiduría humana, azotando nuestros sentidos, para ofrecernos una dura lección de dignidad. Hoy vuelvo a recordarla viendo las imágenes del pueblo de Haiti destruido, porque el martes pasado Haití se llenó de Omayras. No tenían salvación, ni ayuda, ni medicinas, ni agua, ni comida, ni mantas, ni vendas, ni médicos. Mientras morían, esperaban vivir, esperaban soportando la soledad que sabían tardaría en desvanecerse. Un pueblo que sobrevivía al infortunio de sus dirigentes, a la humilde miseria que hasta consentía sonreir y bailar. Sin embargo, ya hemos podido ver cientos de miradas como la de Omayra, en su fortaleza, en su valentía, aunque esta vez, gracias a Dios, con la gran esperanza de la ayuda exterior. Por ello, quiero lanzar estas palabras, porque necesito decir cuan pequeños son nuestros problemas, y que injusta nuestra avaricia. Porque necesito pedir austeridad en las necesidades y reparto equitativo con lo que nos sobra. Porque necesito recordar que antes del desastre, había y después seguirá habiendo miles de personas que viven llenos de miseria, cerca de la muerte, quizás más lenta pero igual de segura. Porque estoy viendo en mi pantalla a personas generosas que han volado hacia Puerto Príncipe, ofreciendo su tiempo y su esfuerzo, y apenas han llegado ya empiezan a salvar vidas. Porque quiero dar las gracias, a profesionales y voluntarios, por percibir la necesidad urgente de este pueblo y reaccionar con todo el coraje y la rapidez necesarias para enfrentarse a esta inesperada desgracia. Como nunca podré olvidar los ojos de Omayra, no quiero olvidar nunca la cara de Reggie, el niño haitiano de apenas dos años, salvado entre los escombros después de dos días, y cuyos bracitos se sujetan fuerte a un joven bombero que le devuelve a sus padres, mostrándonos como ante la desolación, siempre debemos guardar un ultimo esfuerzo para la esperanza.

lunes, 11 de enero de 2010

VUELVE CON SU MANTA BLANCA

En estos días de invierno
regresa a mi la nostalgia
el día se ofrece extenso
abriendo su manta blanca
tornando nuestra mirada
para que se vuelva franca.
Mirar hoy por la ventana
se convierte en obligado
tras el cristal, la nevada
y el silencio necesario.
Salen los niños de casa
entusiasmo sorprendido
gritan jugando con risas
resucitando el sonido.
El pasado acude entonces
llamándonos la atención
mirándonos a los ojos
nos deja la invitación
con un placentero impulso
hacemos un guiño al viento
porque observando la nieve
llega tras ella el recuerdo.
La vida sigue y pareciese
que este mundo blanco
nos desease un descanso.
 Sus paisajes recitando
 la poesía mas tierna
ante un cálido escenario
 de belleza, que es eterna.
Consentimos entonces,
volar al pensamiento
por una vez, por este instante
por el espíritu atento
por la vuelta vigilante
 de esta nieve que recuerda
que la luz, siempre estuvo
y estará de nuestra parte.
El frío invierno llega amigo esta vez,
con su blanca esperanza,
penetra sin permiso,
en el alma del viajero,
en las voces de los niños,
en la anciana que nos cuenta,
su falta, antaño de abrigo,
en los refranes que bienes,
prometían en los libros
en las pisadas del pobre
que deambula, fugitivo.
En las esperas de un tren,
ocultando los relojes
 en la memoria de aquellos
que olvidan las estaciones
en las fábricas de sueños,
calando en las emociones
y en las hermosas canciones
de los viejos trovadores.
En las ambulantes vidas
que miran esperanzadas
en la calurosa calma
de detrás de las ventanas.